FICCIONES: «Punto crítico». Por MÓNICA CENA

Rodolfo siempre fue un hombre correcto, ¿quién podía dudarlo? Por eso todos los días esperaba un golpe de suerte. Un merecido golpe de suerte que le cambiase la vida.

Hay que hacer las cosas bien, se repetía. Dios ayuda a la gente buena.

Y si no, por qué el patrón le había ofrecido esas horas extras a él. A nadie más, sólo a él.

—Para que te ganes unos pesitos —le había dicho.

Y tenía razón, Rodolfo venía mal económicamente. No era un hombre de quejarse ni de pedir. Su vida, simple y modesta, era motivo suficiente para ser agradecido: tenía un trabajo que le permitía llevar el sustento a su hogar, tenía a Inesita, que lo esperaba siempre con la mesa servida, dispuesta a escucharlo sin quejarse de nada, ni con motivos. Y si no, él sabía cómo sacarle el enojo: un regalito —aunque no fuera más que un chocolate—, y unos mimos eran suficientes para verla sonreír otra vez.

Soy un hombre bueno, pensaba. Bueno y feliz.

Sí. Estaba convencido de que esa noche se daría lo que tanto había esperado. ¿Por qué, si no, había encontrado esa cadenita con un dije azul en la puerta de la fábrica? No cabía dudas: el destino tenía para él una sorpresa.

—Para mi negra —dijo cuando levantó la bisutería y miró para todos lados, la limpió un poco con la camisa y la guardó en la mochila—. Ella va a saber cómo sacarle brillo.

Inesita era buena con la limpieza y de esas mujeres que se conformaban con poco. Seguro que se pondría contenta.

Qué bueno, pensó. Hace tanto que no le regalo nada.

Era una hermosa noche: la luna llena y las estrellas se mostraban por entre las ramas de los árboles en flor; la quietud invitaba a caminar. Y eso lo animó a atravesar la plaza, en vez de rodearla como hacía siempre.

Llegando al centro, cerca de la fuente y del mástil, vio un movimiento raro debajo de un frondoso gomero: una sombra sacudía las ramas más gruesas.

Se tentó de volver sobre sus pasos, pero si lo hacía llamaría la atención. Mejor sería seguir su camino como si nada. Así hizo: pasó silbando con la cabeza gacha, tratando de no mirar hacia el gomero. Y por más que se resistió, la curiosidad pudo más. Espió de reojo, y vio a un hombre. ¿Qué hacía?

No puede ser, pensó.

Sí: ataba alrededor de su cuello una soga que colgaba del árbol.

—¡Madre de Dios! —gritó Rodolfo agarrándose la cabeza—. ¡Pare, hombre! ¡Pare!

Y sin pensarlo más, corrió hacia el gomero.

—¡Hombre! —volvió a gritarle al suicida—. ¿Qué está por hacer?

—Váyase. No se meta —le contestó el tipo mientras revisaba la resistencia de la soga.

¿Cómo quedarse tranquilo ante semejante situación?, pensó Rodolfo.

—Oiga, ¿lo pensó bien? ¿No cree que su problema podría solucionarse de otra manera?

—¿Qué le importa?

—Todo tiene solución en la vida —insistió Rodolfo midiendo cada palabra—. ¿Qué le parece si charlamos un rato?

Sin mirarlo, el hombre siguió preparando su muerte.

—Dele… —volvió a la carga—. ¿Qué apuro tiene por matarse? —Y le extendió la mano—. Me llamo Rodolfo.

El hombre ni lo miró.

—¿Se fijó qué linda noche? —Rodolfo trataba de encontrar un tema de conversación.

El hombre lo miró con odio. Pero, ni una palabra.

—La cantidad de enamorados que deben estar haciéndose mimos…

—¿Por qué no se calla?

Rodolfo se sentó en un banco cercano y encendió un cigarrillo.

—¿Y ahora qué hace? —le dijo el suicida—. ¿Por qué no sigue su camino en vez de quedarse ahí fumando?

—Bueno —dijo Rodolfo mientras pisaba el cigarrillo en la tierra—. Si le molesta el humo, lo apago.

—Por favor —dijo el suicida—: váyase.

Rodolfo se acomodó la mochila y dio unos pasos hacia el otro lado de la plaza. Ahí se detuvo. Se dio vuelta y quedó mirando al tipo desde lejos.

—¿No se va? —le gritó el suicida.

—¿Y dejarlo morir solo? —dijo Rodolfo mientras volvía hacia el gomero—. No, eso no es de buena gente.

—Haga lo que quiera —dijo el tipo terminando de ajustar el nudo.

Rodolfo se acomodó sobre un tronco que estaba cerca del árbol y encendió otro cigarrillo. El suicida se lo quedó mirando fijo con los labios apretados y el ceño fruncido.

Rodolfo comenzó a hablar en un tono suave como razonando en voz alta:

—Siempre quise saber qué se le pasa por la cabeza a los suicidas. ¿Por qué quieren matarse? ¿Por qué quiere usted matarse?

El hombre, en silencio, se quitó la soga del cuello y se le acercó.

—¿Se arrepintió?

—No. Necesito ese tronco para darme altura.

Rodolfo se levantó, fumando su cigarrillo, y miró al suicida arrimar el tronco a la rama de donde colgaba la soga. Lo observaba y retenía cada detalle de aquel hombrecito.

—¿Qué cosa puede ser tan grave —insistió Rodolfo— como para que un hombre como usted quiera quitarse la vida? Todavía es joven. Por lo que veo, de buen pasar; se lo ve saludable… ¿No tiene familia?

El hombre soltó una risa burlona que descolocó a Rodolfo.

—Sí, tiene razón —dijo el suicida—: soy joven, tengo buena salud. Y mucha plata —y gritó—: Mucha plata porque me casé con la hija insoportable de un empresario. Una histérica que me persigue y me hace cuestiones por lo más estúpido que se cruce por su pequeño cerebro. ¡Ah! —Hizo un gesto como si se acordara de algo—. Y tengo una amante: una bomba infernal que me da todo lo que quiero a cambio de algunos “caprichitos”. Y me mete los cuernos cada vez que se le antoja. Pendeja arrastrada…

—¿Entonces se mata por cornudo? ¿Le parece que vale la pena?

Los dos se miraron fijo.

—Además —dijo el suicida conteniendo un llanto desesperado—, le robé a mi suegro: saqué de la caja fuerte unos bienes que empeñé para hacer un viaje con la puta esa. Y, cuando la pasé a buscar —ahora apretaba tanto los puños que los nudillos se le volvían blancos—, la arrastrada estaba con otro. Encima, no pude recuperar lo que había empeñado. ¡Lo perdí todo! ¿Me entiende? Todo.

—Entonces, ¿se mata por cornudo o porque va derechito la cárcel? Lo hubieras pensado antes, hombre.

—¿Vos me estás cargando? —dijo el tipo con furia—. ¿A eso viniste? ¿Pretendés darme lecciones de vida?

Rodolfo arrojó lejos la colilla del cigarrillo, volvió a acomodarse la mochila y mientras retomaba su camino agregó: —No, lecciones de vida no. Pero creo que deberías haberlo pensado mejor. Mirate ahora.

 —¿Y vos? —reaccionó el tipo—. Hablame de vos, a ver. ¿Te miraste en el espejo? —Lanzó una risotada que se escuchó en todo el parque. Y agregó con malicia—: Me deprime ver a la gente que anda por ahí pensando que valen algo, y son nada más que basura.

—Bueno —Rodolfo buscaba la palabra exacta para responder mientras volvía hacia el gomero—, yo…

— …vos sos una basura más. Decime, ¿qué buscás? ¿Hacerte el héroe? ¿Querías ser el salvador de un suicida para contarle a todo el mundo lo bueno que sos? Hasta podrías salir en los diarios, ¿no? Es buena la idea: tu vida vacía tendría un sentido, dejarías de ser nadie.

—No —dijo Rodolfo—. Yo solamente quería saber. —Sintió que su respiración se aceleraba como si no le alcanzara el aire que entraba a sus pulmones mientras veía al hombrecito armar con torpeza su propio final.

—¿Qué me mirás así? —le dijo el suicida con sarcasmo—. ¿Querés usar mi soga después de que yo termine? Porque desde acá puedo ver que tu vida no tiene arreglo. ¿Me lo vas a negar? Si se ve que hace años que usas esa mochila, que tus zapatillas chapotean barro, y que ese jogging, seguro, le perteneció a otro tipo más grande que vos. ¿Por qué no te matás?

—Soy un hombre agradecido —dijo Rodolfo—. No necesito cosas materiales para ser feliz.

—¡Ah! —se burló el suicida—. Me vas a hacer llorar de emoción. Me imagino que cuando llegás a tu laburo te aplauden todos ¿no? —Se rio—. ¡Ahí llega el hombre feliz! ¡Ahí llega el hombre feliz!

Rodolfo caminó unos pasos y le habló de cerca; porque, de la bronca, apenas podía pronunciar las palabras:

—A mí me respetan, flaco.

—A vos te ignoran —le dijo el suicida masticando cada sílaba—. Sos un pobre tipo al que le pisan la cabeza para escalar. A mí no me lo niegues: durante años fui gerente de personal, sé perfectamente lo que piensan los obreros de los “hombres buenos” como vos. En todos lados pasa lo mismo.

Rodolfo, sin alejarse ni un milímetro, lo miró fijamente a los ojos. El suicida le sonreía como esperando que reaccionase, pero él permaneció en silencio.

Tenía razón el tipo: su vida vida no era tan feliz. Había veces que soñaba con algo diferente, unas vacaciones, una casa propia, un sueldo que durara hasta fin de mes sin tener que pelear con Inés por los gastos. Aunque ella —más de una vez lo habían discutido—, podría conseguirse algún laburo y no depender tanto de él.

—Rodolfo —le dijo el hombre suavemente—. Ese es tu nombre, ¿no?

Él asintió.

—Estoy pensando —continuó el suicida—, que sos vos el que debería suicidarse, no yo: tu vida es más miserable que la mía.

Una carcajada explotó en la boca de Rodolfo, como quien entiende un chiste después de un largo rato. El suicida rio también mientras se aflojaba la soga del cuello, seguro, con intención de quitársela.

—¡No! —gritó Rodolfo. —Y patió tronco donde el tipo estaba parado.

—Hijo de put… —alcanzó a decir el hombre antes de perder el aliento.

El hombre metió sus dedos entre la soga y el cuello para tratar de aflojarla. En la desesperación, se clavó las uñas y se arrancó la piel, pero el nudo se ajustaba más y más. Tiró patadas al aire, quizás para apoyarse en algún lado o para golpear a Rodolfo. Los ojos desorbitados se le inyectaron de sangre y tomaron el mismo color de la lengua que ya le colgaba hasta el mentón.

De cerca, Rodolfo miraba cómo ese cuerpo iba cambiando de aspecto a medida que la muerte se afianzaba. Pero tuvo que alejarse un poco porque los espasmos del tipo lo salpicaban de orina y excremento que chorreaba por los pantalones del difunto.

 Cuando todo quedó en calma, Rodolfo miró el reloj.

—Ya es tarde —le dijo al muerto—. Inesita me espera en casa con la mesa servida. Gracias por la charla. Me sirvió mucho más de lo que hubiera imaginado.

Pensó que su mujer no sólo iba a tener que lavar la cadenita sino también la mierda que este tipo le había salpicado en los pantalones.

Se calzó la mochila en los hombros y siguió su camino.

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