FICCIONES: «Ellos», por Richard Dragg

A primera hora de un día de Marzo cuando el sol ya asomaba por la ventana de la habitación, desperté de un extraño sueño. Me encontraba dentro de una ambulancia con dos hombres. Los paramédicos hacían todo lo posible por salvarme la vida. Veía aturdido a ambos sujetos mientras mis pensamientos intentaban manifestarse sin conseguirlo. Un instante después estaba despierto del todo. Abrí los ojos y descubrí que rodaban lágrimas sobre mis mejillas, me temblaba el cuerpo y sentía el rostro muy caliente.

Durante el sueño, al principio, nada parecía tener el menor sentido pero unos instantes después comenzaba a tener cierta percepción del entorno. En un principio me encontraba en algún lugar pero luego volvía a la ambulancia. Uno de los paramédicos tenía un bigote muy espeso, un par de cejas poblaban su frente dando la apariencia de ser una sola. Mi primer impulso fue reír de aquello, pero me era imposible, el otro sujeto era calvo y el resplandor del sol que se filtraba por la ventanilla de la cabina le iluminaba la cabeza, eso estuvo a punto de hacerme reír de nuevo, pero tampoco pude hacerlo.

Uno de ellos gritaba al otro que había funcionado. El calvito se acercaba a verificar llevando una aguja de la que goteaba un líquido amarillento. Sostenía uno de mis brazos sin cuidado dispuesto a realizar aquello para lo que estaba preparado pero entonces despertaba bañado en un sudor frío. Me estremecía dentro de las sábanas con la sensación de encontrarme inmerso en el sueño.

Despertar de esa manera era fascinante. Puede que a lo mejor estuviera manifestando locura, no se me ocurre otra manera de expresar aquella sensación. Durante el día lo olvidaba por momentos, pero por las noches mientras me disponía a dormir recordaba lo sucedido en el sueño con más claridad, en especial cuando veía a la chica del tren.

No sucedía todas las noches, pero constantemente ocurría. Al llegar la mañana, en ocasiones me atacaba una ola de nostalgia, como si la melancolía se adueñara de mí. Comenzaba a sentirme como un manojo de emociones. Aquello me hacía pensar que vivía otra vida, en otro tiempo y lugar.

Siempre era el mismo sueño, como si al dormir estuviera sumergido en un eco del tiempo. Fue entonces que tuve los primeros síntomas de desconexión. Eran periodos en los que de pronto mi mente quedaba en blanco y al reaccionar muchas veces me hallaba en algún otro sitio, rodeado de personas que jamás había visto y probablemente nunca vería.

Siempre me despertaba o regresaba de aquellas desconexiones ya fueran en la ambulancia del sueño o al lado de la chica del tren, lo que me hacía creer que era el resultado de la imaginación de alguien más. Entonces comencé a llevar una vida distinta a la acostumbrada. En ocasiones me veía asistir a un salón de clases, otras marchaba al cine o a cualquier otro lugar, pero siempre terminaba dentro de la ambulancia con aquellos dos personajes intentando salvarme la vida. Cada vez que pensaba en ello me parecía muy aterrador.

Así permanecí cerca de un año. El sueño era siempre el mismo y las desconexiones de mi mente eran mucho más frecuentes con el transcurso de los días. Días antes de la navidad mis padres me internaron en un centro psiquiátrico por miedo a que me ocurriera algo malo. En un par de ocasiones había estado a punto de que me atropellaran en la calle y en otra estuve a punto de incendiar la casa al cocinar. Mis padres preocupados se empeñaban en buscar ayuda para mi problema. No entendía muy bien la magnitud de dicho “problema” ya que cuando me desconectaba mi mente viajaba y se aferraba a la chica, la ambulancia y a los dos paramédicos a quienes llamaba A y B.

Vagamente recordaba el salón de clases, pero no era el mío. Dentro no conocía a ninguna persona y todos parecían observarme con naturalidad. Al terminar las clases me dirigía a la estación para abordar el tranvía donde me encontraba con una chica, no recuerdo exactamente de qué iba todo pero solíamos charlar. Luego me daba cuenta que debía bajar y la veía desde el exterior con los pies sembrados en el andén. Caminaba largo rato con la vista clavada en los pies, entonces una furgoneta blanca con las luces demasiado brillantes me cortaba camino y de la parte del copiloto un par de brazos me tomaban por la espalda y me arrastraban al interior. En ese momento la sensación de que abandonaba el cuerpo era demasiado real, luego lo primero que pasaba por mi mente era ¿por qué a mí?

Después de la pregunta del millón me daba perfecta cuenta de que estaba a oscuras y al abrir los ojos podía comprobar que me encontraba de nuevo en la ambulancia con A y B intentando salvarme la vida. Al despertar no sentía otra cosa que un temor enfermizo que me brindaba placer, encogía las piernas y permanecía inmóvil esperando a que la sensación desapareciera para poder dormir de nuevo.

Durante el día solo recordaba ciertas cosas, primero me encontraba rumbo a la ducha con un cansancio inexplicable que me superaba, después salía de un aturdimiento gracias a alguno de mis padres. Al abandonar aquel sopor, me daba cuenta de que estaba en la azotea en cuclillas. En el mejor de los casos era así, pero en los peores hacia cosas extrañas. El día del incendio cocinaba huevos con salchichas, aquel abatimiento había amenazado con apoderarse de mi desde que despertara pero lo había combatido lo mejor que pude y funcionó por largo rato, pero mientras veía como se doraban las salchichas me tomó con la guardia baja y al ser consiente el huevo y las salchichas no eran otra cosa que carbón, lo peor había sido que se quemaba la caja del cereal y otros objetos alrededor.

Bajo el sol de mediodía era aún más curioso el resultado. Caminaba por la acera con las manos dentro de los bolsillos, tarareaba una canción mientras me detenía frente a un escaparate para observar algo de interés y al despertar me encontraba en la calle con un automóvil enfrente, el conductor presionaba el claxon con desesperación y gritaba algo que no era capaz de comprender.

La primera noche en el centro psiquiátrico no estuvo nada mal. La comida era buena y el ambiente tranquilo. Tenía suficiente tiempo para charlar con el hombre de la bata blanca que estudiaba mi caso, según manifestaba, lo que me ocurría era un trastorno del que no recuerdo el nombre. En realidad no me interesaba mucho, pero le escuchaba para saber si era posible curarme, no deseaba morir atropellado o caer en algún pozo. En efecto, tenía cura, pero era un proceso lento que requería de tiempo y paciencia. Durante un tiempo fue difícil pero soportaba aquella enfermedad por verla a ella, la chica del tranvía. Ella estudiaba en la universidad y parecía en aquel sueño que me conocía.

La segunda noche que pasé en aquel lugar tuve aquel sueño de nuevo. Subía en el tranvía y la veía, charlábamos nuevamente y durante las clases nos veíamos un par de veces hasta que nos encontrábamos en la cafetería, siempre estaba la cafetería. Al volver a casa lo hacíamos juntos repitiendo cada movimiento, desde bajar al andén y observarla hasta el secuestro en la furgoneta y por último la visita a la ambulancia donde A seguía con su bigote que hacia juego con su única ceja y B con su calva bruñida por el sol.

Durante meses ingerí medicamentos y por algunas semanas me libraba de las desconexiones, tampoco el sueño aquel hacia acto de presencia y todo estaba bien, pero luego todo volvía. Con el tiempo me dieron de alta gracias a que los medicamentos surtieron efecto y no volví a desconectarme más que en unas cuantas ocasiones durante un par de años, lo cual se detuvo luego del accidente. El sueño por el contrario era siempre recurrente hasta aquella mañana, después de eso tan solo lo tuve un par de veces más hasta que desapareció.

El hombre de la bata blanca que se encargaba de mi caso era el Doctor Edward, era una persona amable pero escueta. Lo primero que le había dicho era sobre la chica y los dos hombres, tomó su bolígrafo y escribió algo en una pequeña libreta. Las charlas no eran frecuentes, pero teníamos cita  tres veces por semana y pedía que le hablara de ellos, la chica y los paramédicos. No había mucho que decir así que le relataba lo mismo que en ocasiones anteriores repitiendo exactamente cada palabra. Mis padres venían a verme los fines de semana, mi madre permanecía llorando todo el tiempo y lo único que lograba decir era un “hola” al llegar y “hasta pronto” al marcharse. Tiempo después comprendí que no saldría de ese lugar hasta que los medicamentos tuvieran efecto o dejara de hablar sobre ellos. Ambas cosas ocurrieron casi al mismo tiempo y meses después me encontraba libre aunque en constante vigilancia, cada lunes (incluyendo días festivos) debía reportarme en recepción y pasaba un chequeo de rutina solo para estar seguro de que no era un peligro para nadie, incluyéndome.

Antes del accidente las cosas era fáciles de llevar. De alguna manera me había acostumbrado a los sueños y los soliloquios involuntarios día con día. De eso no informé a mis padres ni a los médicos del psiquiátrico, así que cuando ocurrían tenía la certeza de que en cualquier momento me ganaría unas vacaciones de nuevo en aquella institución. Abordaba el autobús mientras pensaba en cualquier cosa, un instante después me descubría murmurando algo con los demás pasajeros observándome. 

Poco después de lo recomendado por el Doctor Edward conseguí matricula en la universidad. Estaba decidido a estudiar Agronomía. Mis padres manifestaban su desacuerdo constantemente pero aquello era un tema cerrado para mí. Los dos primeros meses abordaba el tren tranvía con la esperanza de encontrar a la chica del sueño, sin embargo dudaba reconocerla. Tiempo después perdí el entusiasmo de verla y me resigné a encontrarla únicamente en sueños.

El día del accidente caminaba por la estación sur, las calles se encontraban abarrotadas de personas que no conocía y la sensación de estar en ese lugar era como la de un sueño. Llevaba conmigo un poco de efectivo y una cajetilla de cigarrillos nueva. Quería fumarme uno o dos cigarrillos pero la sensación de permanecer dentro de un sueño me impedía hacer muchas cosas y decidir fumar era una de ellas.

Al final abandoné la idea y guardé la cajetilla en el fondo de la mochila. Recorrí el lugar con cautela. Como si esperara a que lo que iba a ocurrir llegara pronto para poder tener la mente clara y así fumar uno, dos, tres cigarrillos si ese era mi deseo. Todo se encontraba en una calma incierta que no era cómoda en ningún momento.

El parloteo de dos mujeres en una esquina, las risas desencajadas de dos hombres en otra, el sonido de los neumáticos sobre la tierra y el bullicio eran el dominante mientras el tiempo parecía distinto. Como sacado de un frasco de conservas. Finalmente al cabo de un largo rato ocurrió. Por un breve instante pude verla, una chica de cabello castaño cruzaba la calle y se perdía tras una venta de verduras. Sin pensarlo fui tras ella, porque era ella, la chica del sueño.

La seguí todo lo que pude sin perderla de vista, pero al doblar nuevamente por una calle que exhibía maniquíes que vestían ropa de temporada la perdí de vista. Sentí ansias y desesperación por igual. Me detuve frente a un pequeño café, decidí entrar y dar un vistazo, al fin y al cabo no perdía nada intentando.

No se encontraba allí. El lugar estaba parcialmente iluminado por unas luces amarillas, los ventiladores giraban sin descanso en el techo y la gente del interior charlaba amenamente. Con decepción di media vuelta dispuesto a salir cunado una camarera joven se acercó a mí preguntando si deseaba algo, no le respondí y salí del lugar a toda prisa.

Afuera el mundo parecía distinto, el bullicio no era más que un batiburrillo del que no formaba parte, excluido y al mismo tiempo en el centro de tal situación. Doblé la esquina en dirección contraria, iría de vuelta al tranvía para volver a casa sin pena ni gloria. Pero entonces la vi. Estaba al otro lado de la calle con los brazos cruzados y una expresión de disgusto, miró en dirección mía reconociéndome en el instante. Alzó una mano para saludar, le devolví el saludo y corrí hacia ella.

La veía cada vez más cerca, pensaba que era afortunado después de todo, seguía corriendo y la veía mucho más cerca, entonces la perdí de vista nuevamente mientras el mundo giraba violentamente. Lo que ocurría era ajeno a mí. Lo único que deseaba era llegar a su lado pero todo lo que lograba era mover los ojos inquietamente de un lado a otro.

Las personas comenzaron a reunirse a mí alrededor obstruyendo el campo visual, quise gritarles para que se apartaran pero no podía mover los labios, una persona, dos personas, muchas personas y luego oscuridad. Como odiaba la oscuridad, siempre arrebatando momentos en mi vida.

Al abrir los ojos todo lo que podía ver era una luz brillante que me imposibilitaba ver. Cerré los ojos por un instante y al abrirlos podía ver con más claridad. No pasó mucho tiempo antes de comprender donde me encontraba, a bordo de una ambulancia siendo atendido por dos hombres, ambos paramédicos luchaban por mantenerme consiente – ¿cuál es su nombre? – Raúl, respondía apenas con un pensamiento a la pregunta de bigote espeso que fruncía su única ceja – ¿ha despertado? – La voz de calvito era inconfundible – ¿creo que ha funcionado? – Perfecto, saldrá de esta – la voz de calvito se perdía en la distancia y la oscuridad me reclamaba nuevamente.

Lo que ocurrió fue simple. Mientras el semáforo cambiaba de rojo a verde crucé la calle. El conductor de una furgoneta blanca no pareció percatarse de mi presencia y me golpeó de lleno a unos cincuenta kilómetros por hora.

El golpe hizo que saltara por los aires y cayera un par de metros adelante. Mi cuerpo impactó contra otro vehículo que se encontraba estacionado a la par del bordillo, caí al pavimento con la clavícula fracturada, un brazo y una pierna rotas y para tener algo que contar, un par de vertebras dañadas. 

El conductor de la furgoneta fue atendido por crisis nerviosa. Las personas del lugar explicaron con detalle el momento del accidente librándolo de la cárcel. Al despertar en el hospital el sujeto vino a verme, me pidió disculpas un par de veces ofreciendo ayudar en los gastos. Mis padres agradecieron el gesto del buen hombre pero yo no podía decirle que no era su culpa, que yo había sido el causante del accidente. Todo lo que podía lograr era gesticular con el rostro dejando escapar un gemido tras otro, lo que seguramente entendían como una dolencia así que evitaba hacerlo.

Me libré de prisión gracias  a mi maltrecho cuerpo y mis antecedentes psiquiátricos, pero al recuperarme dos años después (aun con secuelas del accidente) fui obligado a realizar trabajo social limpiando parques y plazas dos veces por semana, un pequeño precio por la sanación. La noche del accidente no tiene nada que ofrecer a mi memoria, las siguientes fueron opacadas por los medicamentos y luego de un tiempo fui consiente que no volvería a soñar con la chica ni con los paramédicos y la furgoneta.

Años más tarde pude terminar la carrera en la universidad sin penas ni glorias. El recuerdo de aquella chica se fue diluyendo poco a poco, hoy en día no logro recordar el aspecto que tenía y vive en mi memoria como algo abstracto y lejano. Pronto la sensación de que una vez tuve un sueño con ellos se habrá borrado de mi memoria, como todo en la vida, dejara de existir y partirá al olvido.

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