CUENTOS: ‘Reencuentro de egresados’. Por MÓNICA CENA

‘Reencuentro de egresados’. Por MÓNICA CENA

Esa mañana, como todas las mañanas, inmediatamente después de levantarse,Elvira se paró frente al espejo, como la malvada reina Grimhilde, de Blancanieves. Y como todas las mañanas, se enfureció con su imagen. Para no largarse a llorar, volvió la cama y encendió su laptop. Nadó un rato en el mar de consejos de rejuvenecimiento que ofrecía Google, y con eso pudo cargar algo de fuerzas para iniciar la jornada.

Hoy empiezo a hacer gimnasia, pensó mientras estiraba las cobijas y acomodaba el piyama de su marido debajo de la almohada.

—¡Sí! —dijo convencida, ya sobre la balanza—. Hoy empiezo la dieta.

La misma promesa se hacía cada día después de ducharse, durante el interminable ritual de cremas: crema de limpieza, loción tonificante, crema hidratante, crema para el contorno de labios, crema para el contorno de ojos, crema con protección solar… y cualquier otra crema recomendada por su cuñada que, dicho sea de paso, era ella quien se las vendía.

Y nada. Elvira no lograba detener el paso del tiempo, ni las consecuencias de su vida sedentaria y aburrida.

Tratando de ahogar sus angustias, se hizo unos mates y se tiró en el sillón a ver novelas. En todo el día sólo se levantó para calentar el agua o buscarse algo rico. Durante la cena, su marido le dijo:

—¿Por qué no te juntás con alguna amiga? ¿O hacés algún curso de algo? Para mí que te sobra el tiempo.

—Mirá, José Luis —respondió ella, ofuscada—: a vos no te importa la imagen, porque ya estás acostumbrado a la panza y a la pelada. Pero a mí… —Tomó un sorbo de vino—. Yo todavía soy joven, sabés.

—Contáselo al espejo —dijo José Luis, sin levantar la vista del plato.

Elvira agarró una servilleta y se enjugó los ojos. No estaba llorando, pero de esa manera le metía culpa a su marido.

José Luis corrió el plato a un costado, agarró el control remoto y se puso a hacer zapping.

—¿Y si la llamás a Marta? —dijo él con la mirada fija en la pantalla—. El otro día la vi subir a un remís, estaba muy elegante. Capaz que pueden salir juntas.

—Habrá ido a jugar al chinchón al club de jubilados… No, ni loca. No creo que sea buena idea llamarla: desde que dejamos la secundaria, no tuvimos ni un hola ni un chau, ni siquiera en el chino. —Pensó un rato en silencio—. ¿Vos creés que podría…? ¡José Luis! ¿Me estás escuchando?

—¿Me hablabas, gordita? No te escuché, estaba metido en la peli.

—Te hablaba de Marta.

—¿Qué Marta? —Él aplaudió con ganas, siempre mirando la tele—. ¡Naaa! ¡No podés! ¡Qué grande! ¿Viste eso, Elvi? Está rebuena la peli.

Elvira no estaba molesta: estaba furiosa.

Se levantó sin decir una palabra y arrancó para la habitación.

—Ya que te levantaste, linda, ¿no me traés una latita de cerveza?

Elvira abrió la heladera y refunfuñó entre dientes:

—Está enganchado con la película el muy tarado —dijo con la cabeza adentro de la heladera—. Ahora, lo de siempre: acción y cerveza, balas y cerveza, alguna que otra escena de sexo y cerveza. Y si la actriz tiene buen culo y buenas gomas, hasta brinda con la cerveza. El zombi de la cerveza, y me carga con lo de “linda”. A mí, me dice “linda”. —Y alcanzándole la latita le dijo—: Tomá, me voy al Facebook.

Ya en la red, no pudo evitar espiar el muro de su vieja amiga Marta.

—Ah, vive de joda, la muy guacha. Y se conserva bien… ¿Cómo carajo hace?

Siguió husmeando el muro de Marta.

—¿Y esto? —gritó sin darse cuenta—. ¡Son los chicos de la secundaria!

En un impulso, le mandó una solicitud de amistad a “Martita”, aunque, segundos después ya estaba arrepentida. Marta, que estaba conectada, la aceptó casi instantáneamente.

Charlaron hasta las tres de la mañana. Su antigua compañera la puso al día sobre la vida y obra de los demás integrantes del grupo: amores y desamores, lo que se fueron del país, los que volvieron, los abuelos precoces y los viejos verdes. Todos pasaron por la lengua filosa de Marta, y Elvira no se quedó atrás.

—Este sábado tenemos fiesta de reencuentro —dijo Marta en medio de la charla—. ¿Por qué no te venís? Nos juntamos cada seis meses, sabés.

—No me parece, Martita. Después de tanto tiempo…

—¿Estás loca, Elvira? De ninguna manera acepto un no por respuesta.

—Bueno, lo voy a pensar.

—¿Qué tenés que pensar, Elvi? ¿O será que no querés vernos?

—Sí, cómo no voy a querer…

—¡Entonces, nos vemos el sábado!

—Pero…, Marta. Te confirmo mañana.

—¡Se van a poner recontentos de verte!

Y sin decir más, Marta cortó la comunicación con Elvira con una serie de corazoncitos rojos.

El probador no llegaba a un metro por un metro, y el calor húmedo del mediodía era insoportable. Así y todo, Elvira trataba de entrar en un pantalón dos talles más chico de lo que usaba normalmente. Uno más de tantos que se había probado esa mañana.

—¿Y? —dijo la vendedora desde el otro lado de la cortina—. ¿Cómo le queda?

Elvira, adentro del probador, daba saltitos para tratar de calzar el jean que se le pegaba a las piernas. Ni aliento para contestarle a la chica tenía.

—¿Le traigo otro talle, señora?

—¡No! —gritó Elvira moviendo las piernas como si estuviese bailando para acomodar la parte de la cadera. Y se tragó la bronca por el “señora”.

Descansó un segundo. Jadeaba y transpiraba en ese sucucho que se iba llenando de vapor. Hasta que…

—Entró —murmuró. Y se relajó para recuperar el aliento— Si consigo prender el botón, el cierre sube solo.

—Señora —insistió la vendedora desde afuera—: yo estoy acá, si me necesit…

—¡No! —gritó Elvira. Qué pesada esa chica, pensó—. Si te necesito —dijo con voz entrecortada—, te llamo.

Metió panza lo más que pudo y enganchó el botón en el ojal. Pero, aun así, el cierre se atascó a la mitad del camino.

… utamadre, pensó. Lo único que falta es que rompa este cierre de mierda y tenga que pagar un pantalón inservible.

Se miró en el espejo, y vio que mientras el botón se le incrustaba en la carne la costura amenazaba con explotar. Se dio por vencida.

—Chiquita —le dijo a la vendedora—. ¿Me traés un talle más?

¿Y ahora?, pensó, ¿cómo me saco estos pantalones?

Por gracia de Dios, quitárselos fue más fácil que ponérselos. Sin embargo, no pudo evitar la humillación cuando, por sacar el pie de la botamanga, perdió el equilibrio y arrancó la cortina que hacía de puerta del probador, en un intento fallido por no caer.

Poco después, llegaba a su casa con la nueva prenda en una bolsa que dejó sobre la cama.

Prefirió no almorzar, y no por la vergüenza que había sufrido un rato antes, sino para ir esa noche a la reunión de egresados con algunos gramos menos. Bien valía el sacrificio, si eso significaba sentirse adolescente otra vez.

Su marido estaba en el taller, después se iría a jugar al pool con sus amigos, así que tendría toda la tarde y toda la noche para dedicarse a ella. Y estaba decidida a disfrutarla.

Todo tiene que ser perfecto, se dijo.

Y para afianzar su seguridad, se probó la ropa con suficiente tiempo, no sin antes ponerse la musculosa reductora —especial para disimular rollitos— que se había comprado junto con el pantalón. Quizá por el calor, por los nervios o por la cantidad de crema que se había puesto, le costó más que antes ponerse ese jean tan ajustado. Se acostó en la cama y, aguantando la respiración, logró subir el cierre sin problemas.

Después tuvo que agarrarse de la cómoda para levantarse: no podía flexionar las rodillas, como si tuviese medias de yeso. Bastó sólo el intento por ponerse de pie para caer contra la cómoda, golpear la cabeza contra algo, y la oscuridad total.

 Al rato, se despertó de boca contra el suelo. No sabía cuánto había estado desmayada.

—Ah, hoy es el día de la fiesta —dijo, y como pudo, se fue levantando—. ¿Qué hora será?

Se puso loca cuando vio que le quedaba poco tiempo para terminar de prepararse y salir hacia la casa de Marta, donde se hacía la fiesta de reencuentro.

Corrió al baño para maquillarse, y horrorizada quedó mirando el terrible tajo que se había hecho en la frente.

Por suerte, pensó, es en el borde del pelo.

De alguna manera lo iba a tapar: no la iba a detener un cortecito de morondanga. Fue hasta la caja de herramientas de su esposo y encontró La Gotita. Después de limpiarse bien la sangre, que ya estaba coagulada, se desinfectó con alcohol y se pegó la herida.

—Ni se nota —dijo triunfante frente al espejo.

Se acercó para ver mejor y… ¡hasta se había estirado las arrugas de la frente! Y se vio tan joven.

Pero… ¡si estoy hecha una pendeja!, se dijo sin correrse del espejo. La envidia que me van a tener las otras chicas.

Y una loca idea se le cruzó por la cabeza: qué tal si trataba de parecer más joven todavía.

—¡Eso es! —le dijo a su imagen del espejo—. Puedo estirarme todas las arrugas.

Y así hizo: se estiró la piel de la cara, y la fue pegando con La Gotita en la base del pelo.

—¡Sí! —gritó triunfante—. Ni una arruga.

Después se maquilló con arte profesional —¡tantos videos había visto por Internet! —. Miró la hora: le quedaban unos minutos para perfumarse y llamar un remís.

El encuentro con sus antiguos amigos fue mejor de lo que esperaba: la rodearon, la besaron, le halagaron lo joven que se mantenía, y hasta le cuestionaron por qué no había ido a las reuniones anteriores.

Elvira se sintió una reina. La reina que había soñado ser durante su vida de estudiante, y jamás lo había logrado.

Sí: junto con el placer de sentirse centro de la reunión, llegaba el momento de la revancha a tantas ninguneadas que le habían hecho sufrir las más populares de su curso.

Esas, pensó regocijándose, las que antes se ganaban los pibes más lindos, ahora están recontra arrugadas.

En cambio, ella no, se sentía esbelta, lozana y audaz. Era su noche.

Con tantas explosiones de recuerdos y sus deseos de mostrarse, tomó cada copa que le ofrecieron y bailó cada tema musical que pasaba el DJ. Y hasta se subió a una mesa con un micrófono para hacer karaoke de viejas canciones. Por fin feliz después de tantos años.

Promediando la mitad de la noche, apareció el cansancio. Por suerte, la ropa tan pegada al cuerpo ya no le molestaba. El sudor le corría por la cara y le goteaba por la nariz y el mentón.

Con un pañuelito de papel —del paquete que le alcanzó Marta— lo fue secando. Pero junto con la transpiración, removió todo su maquillaje. Ya no le importaba. Siguió bailando y cantando encima de la mesa: un show gratuito para sus amigos que la alentaban con ¡Esa! ¡Esa!¡Mueva, mueva! y aplausos y más aplausos.

Ya había gastado el paquete de pañuelitos de papel secándose la cara. Y, aun así, sentía que más y más se iba mojando. Tanto, que hasta perdió la nitidez visual. Era como estar viendo con un solo ojo.

Primero fue Roberto; después, Carla; y siguieron Nancy, Miguel y los otros. Todos, de a uno, todos sus amigos quedaron con la mirada fija en ella.

Las risas fueron dejando paso al silencio. Y los aplausos, al asombro. Hasta que Carla pegó un grito, y Miguel vomitó en medio de todos. Elvira no entendía nada.

Marta fue la única que reaccionó: sacó el mantel de una mesa, se trepó a la que estaba Elvira bailando y le cubrió la cara con el mantel.

—¿Qué te pasa, Marta? —dijo Elvira. Con tanto baile, tanto vino y tanta alegría se sentía mareada—. ¿Querés robarme mi momento? ¿como antes, cuando estábamos en la escuela?

—No seas tarada, querés —le dijo Marta—. Vení, vamos al baño.

Marta, como pudo, la bajó de la mesa y ella se dejó llevar.

Elvira, parada frente al espejo de cuerpo entero, no se reconoció. Un grito de horror salió sin permiso de su garganta: sus pantalones habían reventado, y la piel de su cara —despegada por completo— colgaba como una careta de goma serpenteada por hilos de sangre.

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