CUENTOS: ‘FELIZ NAVIDAD, AMOR MÍO’, de Octavi Franch

Si acordaron casarse a mediados de diciembre fue solo por un motivo, tan atractivo como decisivo: empalmar los quince días de luna de miel con las vacaciones navideñas. Claro que también habrían podido escoger la alternativa de llevarlo a cabo en verano, pero sus respectivos jefes de departamento no habrían aceptado que, tanto Silvia como él, estuviesen dos meses lejos de sus lugares de trabajo. Así pues dijeron «Sí, quiero» el 20 de diciembre; por la mañana escucharían a los niños madrileños de la lotería estatal y al siguiente subirían a un avión que los trasladaría a un recóndito, exótico y poco concurrido paraje: Isla Reunión.

Félix como cada año por las mismas fechas, día arriba día abajo, prepara la maleta con los cuatro enseres imprescindibles para volver ahí. Mientras duda entre unos vaqueros azules descoloridos y unos negros tintados, rememora y concreta en su pensamiento que ya han transcurrido ocho años. Ocho años sin ella. Ocho años falto de sus caricias eléctricas cuando ansiaba jaleo, sus besos con tirabuzones cuando se delectaba para que la penetrase sin más refinamientos, el hogar del brote de rizos de su triángulo púbico. Hacía demasiado tiempo, muchísimo, de verdad, que no había podido gozar de tantos placeres sexuales con su mujer. Por ese y tantos otros puntos a su favor Félix añoraba, cada noche un poco más, a Silvia, su amada esposa.

Finiquitado pues el equipaje, desconectó los grifos del agua y del gas y paró el primer taxi que frenó en su portal.

—Al aeropuerto, por favor…

Solo volaba una vez al año, exactamente para viajar a Isla Reunión y así poder apaciguar, aunque solo fuese por unos días y unas noches, la añoranza que le provocaba la ausencia casi definitiva de Silvia. En el recuerdo, no obstante, todavía tenía espacio para

una semana y pico de amor en la playa, de sexo en la cama del hotel y de muchos chistes durante los ágapes.

Su avión despegaba a las dos y veinte.

Durante la travesía, Félix probó los diferentes menús para la ocasión que la compañía aérea había cocinado porque él —y cuatro despistados más— no echara en falta, más de lo estrictamente necesario, las tradiciones occidentales: sopa de galets con cocido y albóndiga, canelones, festival de dulces y cava. Además, la pantalla de televisión solo ofrecía películas de alto contenido navideño, de animación e infantiles básicamente. Se las tragó todas, pero en ningún momento dejó de pensar en los abrazos de Silvia las mañanas de sábado cuando ninguno de los dos tenía que estar de guardia, ya fuese en el juzgado o en el registro.

Y es que, de hecho, ambos se enamoraron durante un seminario en Hospitalet de Llobregat sobre la nuevísima y polémica normativa de los cambios de nombre y alteración de los apellidos. Mientras sueña con el cuerpo casi desnudo de Silvia durante el crepúsculo sobre la arena amarilla y el mar quieto de su accidentada y alargada luna de miel, Félix pinza la memoria y se emborracha de imágenes, las primeras, de ella: Cuando la acosó en la cafetería de la academia donde estudiaban juntos; cuando la invitó a tomar un té en otro bar; cuando le arrancó las bragas por primera vez. ¡Cómo estaba de enamorado de ella! La amaba y la deseaba a partes iguales. Era tan perfecta… Pero sucedió aquello y… Y se cortó su formidable vida, de cuajo.

Al cabo de cuatro meses ya buscaban piso; al cabo de siete se casaban; y al cabo de pocos años más tarde iba a nacer su primer hijo. Ese tercer sueño, sin embargo, nunca se cumplió, desgraciadamente. Había aprendido a vivir solo, aunque tampoco discriminaba del todo la posibilidad de volver a probarlo, con una chica parecida, aunque no fuese tan bonita ni tan viciosa. Todavía era muy joven para rendirse a la mala suerte del viudo inmaduro. No, Félix no pensaba resignarse a llorar el resto de su vida su mal fario. Pero

ahora no era momento de ilusionarse con el futuro, sino de volver atrás y empacharse de las fragancias que la memoria todavía guarda, por desgracia.

—Buen viaje y feliz navidad, señor —le felicitó la azafata de turno con una sonrisa hipócrita y un uniforme que escondía una anorexia de tercer grado. Félix, por su parte, remugó un «Igualmente» que sonó a cualquier cosa sin sentido y tiró escaleras abajo. Acomodado en el taxi, recitó al chófer de habla francesa pero facciones del sudeste de África las señas del hotel.

—Enseguida, señor —le garantizó el taxista.

Durante el trayecto, el francés le preguntó por el viaje. Félix, por cortesía, le respondió que cada año lo hacía, por las mismas fechas, sin entrar en más detalles. El otro, no obstante, le comunicó que La Chapelle de Saint-Denis había sido remodelada el pasado otoño. Mejor, se alegró Félix, así los sentimientos no serán tan puntiagudos. Lo que sí que continuaba igual como cada temporada eran los campos de café, los olivos y las cañas de azúcar. Cómo le habría gustado tomarse un buen café ración extra de azúcar mientras su amada Silvia le daba un masaje con aceite en la espalda…

Después de llegar al hotel, Félix se interesó por el estado del volcán Frédéric, el que había entrado en erupción exactamente los días que pasaron de luna de miel y que desde entonces no había vuelto a escupir lava. El recepcionista le comentó que los últimos días había arrojado algún resquicio de roca ardiente, que se encontraba en observación por los entendidos, pero que, en principio, la cosa no iba a ir a más. La verdad es que se quedó mucho más tranquilo. Cuando recordaba el estallido de fuego del socavón montañés, se estremecía de tal manera que no se reconocía delante de un espejo. Acto seguido se duchó, durmió un par de horas, se levantó preocupado y escogió la misma ropa que llevaba esa trágica noche. «Qué viaje más largo», se lamentaba Félix mientras se vestía. Él, que solo había viajado por todo el Estado cambiando de oficina —era un culo inquieto, lo reconocía sin más dilación—, aprendiendo nuevos idiomas, nuevas costumbres, enamorándose de

otras mujeres, de formas de amar. Y, de repente, decide viajar al otro vértice del planeta al lado de Silvia, unas navidades como esas ocho años atrás.

Fue caminando. Ningún medio de transporte se atrevía a acercarse. Él, sin embargo, no había realizado aquel viaje tan brutal para acojonarse ahora, que estaba a tocar del volcán. Y de su recuerdo más preciado.

Movía las piernas con firmeza, con unas ganas tremendas de llegar pronto, con el deseo casi incontrolable de volver a imaginarse un beso de ella. Pero sabía que todos esos sueños en voz alta ya no volverían a los mundos de la realidad. Pero poco le importaba. Estar tan cerca ya compensaba el viaje; aunque fuese Navidad y que su poca y desavenida familia le criticase esa locura, año tras otro. «Lo primero es lo primero», afirmaba convencido. La familia no la escoges, la aceptas o no, como quieras, pero el amor de tu vida sí que lo eliges, continuaba dándole vueltas a esa disertación mental. Y Silvia y su magnífico recuerdo se merecían ese esfuerzo y lo que hiciera falta.

Silvia, amor mío, ya estoy llegando…

Cuando comprobó que el último grupo de curiosos, turistas o no, daban la vuelta para cobijarse en casa de alguien para embriagarse y festejar, de nuevo, el inminente nacimiento del rey de Palestina, Félix brincó por rocas volcánicas hasta que encontró su rincón favorito. En esa oquedad del cráter del Frédéric le dijo, a Silvia, lo que nunca había tenido valor de expresarle. Segundos antes, sin embargo, ya había elegido la piedra con una fugaz mirada. Te amo tanto, le confesó, que no puedo permitir que otro me imite. Lo entiendes, ¿verdad? Como la chica no articuló palabra, Félix acordó que lo había comprendido, a la primera y sin más innecesarias divagaciones. No hizo falta un segundo golpe. La piedra, nadie la encontraría: la lanzó a la inmensidad del cráter del Frédéric. Pero lo que sí que encontró, como cada año, fueron los restos de Silvia. Sus huesos, ligeramente quemados, permanecían en el mismo agujero bien escondido que había elegido para que descansase hasta el próximo año, cuando la volviera a visitar. Aunque estuviese calva, sin

mirada, sin lengua, sin un centímetro cuadrado de piel que lamer, todavía le excitaba; ¡y de qué manera! Seguidamente, Félix se desabrochó los botones de sus vaqueros, azules y descoloridos, y se masturbó hasta que su miembro escupió dentro de las cuencas sin vida del cráneo andrajoso de su amada Silvia, su cuarta esposa.

Al finalizar, con todo en su sitio, Félix la guardó en un rincón secreto y le susurró:

—Feliz Navidad, amor mío…

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