CUENTOS: ‘EL EMBRUJO DE LA MAR’, por Octavi Franch

Ainhoa sufre una pesadilla; se está ahogando. Se ha caído desde la cubierta de un crucero. En el sueño no sabe nadar. El océano la engulle, irremediablemente, hacia sus entrañas. El barco se aleja y nadie se da cuenta del accidente. Prueba de gritar, pero un trago de agua salada se lo impide. Se adentra rodeada de un banco de peces tropicales. La luz del sol se ha hecho escurridiza. Un sabor a óxido le barniza las encías. De repente, un tiburón blanco se le acerca. Ainhoa ruega despertarse, ya. El animal se le abalanza. Ella cierra los ojos, apenas un segundo antes del primer mordisco…

Se acaba de despertar, por fin. Siempre sueña con el mar, pero nunca había tenido una pesadilla como aquella. Le duele mucho tanto la nariz como la boca. Está sangrando. También tiene migraña. No entiende por qué está tan oscuro: siempre deja la persiana medio abierta. Tampoco puede darse la vuelta, ni levantarse. Está como apretujada. Huele a nuevo, a metal. Lleva una especie de camisa de dormir. No lo comprende, tampoco: ella duerme con pijama, sea invierno o verano. Nota un estorbo en el cuello: lleva un collar, como de piedras; no es suyo, está bien segura. No sabe dónde está ni cómo ha ido a parar ahí. La mente le trabaja demasiado deprisa. Todavía está medio adormilada. Se siente muy débil. Se ahoga, le falta el aire. Se concentra tanto como puede y empieza a recordar, poco a poco…

Toda la vida se había ilusionado en encontrar a un hombre apasionado por el mar, como ella. Era lo único que exigía: la devoción por los océanos y la gastronomía; deseaba compartir la cocina con su pareja.

            Precisamente, la tarde antes de la pesadilla, saliendo del trabajo coincidió en el tren con el nuevo compañero, Diego. Mientras charlaban, descubrió que aquel chico era submarinista y que, además, coleccionaba fósiles marinos. No lo podía creer: sin buscarlo lo había encontrado. La Luna y la marea seguro que tenían parte de culpa en aquel encuentro. Bajaron en la misma estación: eran casi vecinos. De casualidad en casualidad, Diego decidió invitarla a cenar. Ainhoa lo deseaba tanto o más que él y, por lo tanto, le aceptó encantada la invitación. Él, sin embargo, insistió con fervor en ir a su piso: cocinaría él mismo.

            Le rogó que se pusiera cómoda: estaba en su casa. El comedor estaba pintado de diferentes tonalidades de azul. Todas las paredes estaban adornadas con fotografías, tomadas por Diego, de las profundidades marinas. En una vitrina, alta hasta el techo, estaban expuestos todos los fósiles con una etiqueta que los identificaba. Él se excusó y fue a preparar la cena. Se negó en redondo que Ainhoa la ayudara: era su invitada. Mientras tanto, ella se entretuvo hojeando varias revistas de deportes acuáticos y viendo un documental de Cousteau. Al cabo de tres cuartos de hora, Diego la llamó: La cena está en la mesa.

            De primero había preparado una ensalada de cangrejo y bacalao, y de segundo, ostras con rape. El vino blanco hacía rato que había ablandado la timidez. Ella, en ese momento, imaginaba cómo sería hacer el amor con aquel príncipe azul-marino. Diego le habría leído el pensamiento porque, seguidamente, la cogió de la mano y le pidió que lo siguiera. Era una casa de tres pisos; qué intimidad, pensó Ainhoa: la cocina y el comedor en medio, las habitaciones y los aseos arriba, y abajo el garaje; idílico. Subieron unos escalones y llegaron a al dormitorio de Diego. Cuando abrió la puerta, Ainhoa quedó boquiabierta cuando vio el inmenso acuario, en forma de bahía, que rodeaba un colchón de agua de matrimonio. Dentro del acuario, pudo contar un sinfín de peces del trópico, de todos los tamaños y colores, que recreaban su hábitat natural. En el fondo había un ancla, ánforas, una pareja de remos, un timón, una escafandra e, incluso, un cofre corsario. Aquel espectáculo se difuminó cuando Diego continuó seduciéndola. Al oído le confesó: Tengo el espíritu pirata… Sin más preámbulos, le acarició la nuca y compartieron un beso húmedo. Sus cuerpos bambolearon por las aguas imaginarias del colchón, hasta bien entrada la medianoche.

Hasta aquí, Ainhoa lo recuerda con claridad. Lo que sucedió después es una niebla que se va deshilando poco a poco…

Se despertó de golpe, tenía mucha sed. Delante de ella, estaba Diego. Ya se había vestido. No entendía por qué se había disfrazado de aquella manera: un parche en un ojo, un sombrero con una calavera dibujada y un garfio en la mano derecha. Le dio por reír. Él, sin embargo, no reía. Y no le hizo ninguna gracia que Ainhoa lo hubiera hecho. Se asustó de verdad cuando se dio cuenta de que llevaba, además del disfraz, una espada y media docena de cuchillos en el cinturón. Estaba a punto de gritar cuando Diego la medio aturdió de un solo golpe, con el garfio, en medio de la cara, entre la nariz y la boca. A continuación, Ainhoa notó cómo la cogía en brazos y la trasladaba al sótano, al garaje.

Lo último que recuerda, mientras inspira el último aliento de vida, es cuando Diego le desgarró la lencería y la vistió con una túnica blanca y un collar de coral. Luego la cerró en un ataúd, de acero inoxidable, que había libre, junto a una hilera inacable, por un lado de cerrados y por otro de abiertos, vacíos.

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