CLÁSICO…: «ALEMANIA AÑO CERO», de Roberto Rossellini. Por HÉCTOR SANTIAGO

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Dos años después del final de la  guerra Rossellini nos hace recorrer con un plano secuencia prolongado las ruinas del Berlín derrotado. Como él, azorados, atravesamos calles y vemos los restos de la que otrora fuera la bella capital de Alemania. Ciudad arrasada convertida en una selva de cemento. Una geografía de edificios destruidos cuyas puntas parecen elevarse a la manera de las cúpulas de iglesias, exhibe aquí y allá la total destrucción, el fin de una religión que, como cualquier otra, fanatizó a hombres y mujeres, llevándolos a una cruzada de odio, de obediencia irracional al jefe supremo y al exterminio de aquellos señalados como enemigos. 

La mirada panorámica con la que el director comienza este viaje a los confines del infierno se convierte en otro plano secuencia que esta vez nos hace acompañar a un niño que deambula por la ciudad devastada en busca de alimentos para su familia. De los planos panorámicos se pasa a una mirada más acotada que ahora privilegia al infante en el marco de la desolación. Mediante travellings y una variedad en el tamaño de los planos Rossellini nos asocia a Edmund en su travesía por el mundo de la sobrevivencia. Somos testigos de sus ventas callejeras para obtener el dinero que mitigará el hambre. Corremos a su lado cuando papas en manos escapa de los guardianes del tren. Compartimos su dolor en la visita a su padre enfermo internado en el hospital, sus riesgos cuando se asocia a una pandilla que vive del robo. De tanto en tanto, lo vemos jugar mientras deambula por las calles buscando recursos. El niño es testigo y partícipe de las consecuencias y lacras que sufre todo el pueblo alemán después de la derrota nazi: ausencia de solidaridad entre iguales, traiciones, prostitución, falta de comestibles básicos, delincuentes que se aprovechan de las necesidades y urgencias de los otros, mercado negro de alimentos, pervertidos sexuales, etc. Es esa Alemania año cero la que poco a poco colma de angustia y desazón al protagonista y a nosotros mismos. Gracias al talento de Rosellini, nos hemos convertido en testigos in situ de esta odisea.

Y es  también por todo ésto que comenzamos a imaginar un final trágico, el único que parece quedarle a este niño que obedeciendo el mandato ideológico nazi asesina a su padre al tiempo que lo atrapa un inmenso desasosiego ante la falta de alternativas para cambiar el estado de cosas. 

Mención especial merece la puesta en escena del suicidio de Edmund.

Habiendo alcanzado lo alto de un edificio abandonado su mirada parece buscar algo, quizás un lugar especial. Cuando lo encuentra y con un plano contrapicado se ve al niño observar el retiro y traslado del cadáver de su padre. Simultáneamente un trasporte de escombros y restos de alguna construcción pasa junto al vehículo que carga los muertos, con lo que parece igualarse la función de ambos: el traslado de deshechos. Sus dos hermanos no pueden despedirse del padre porque llegan cuando el camión arranca hacia el cementerio. Llaman una y otra vez a Edmund. El niño no responde y con los ojos tapados se lanza al vacío. Una completa oda visual a la desesperanza y la fatalidad: Alemania año cero. 

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