CUENTOS: «MALA MEMORIA». Por MÓNICA CENA

Ismael sacó la mano de adentro de las cobijas y aplastó el despertador antes de que empezara con ese sonido histérico de las seis de la mañana. Como un autómata, y tratando de no despertar a la bruja en que se había convertido su mujer, se puso las pantuflas, arrastró los pies hasta el baño y quedó parado frente al espejo un buen rato.

¿Qué día es hoy?, pensó.

No se acordaba. Después de ducharse, hizo un poco de espuma con la brocha en el jabón y se la pasó por la cara. Al primer contacto que tuvo la maquinita de afeitar con su piel, se dio cuenta de que debía ponerse los lentes.

—Puta madre —dijo tratando de controlar su voz para que su mujer no se despertara.

Se había cortado. Le dio bronca, mucha bronca, pero se contuvo: sería peor que Felisa se levantara y tener que escuchar su sarta de estupideces. En el fondo, ese ratito de soledad en el baño era lo único propio que tenía. Y no iba a permitir que nadie se lo arrebatase, menos su mujer.

Terminó de afeitarse, se enjuagó el resto de jabón y trató de acomodarse ese mechón de pelo que se había dejado crecer para tapar la pelada.

Esto es ridículo, pensó como todas las mañanas. Pero a diferencia de otras mañanas, agarró una tijera y de un solo corte lo hizo desaparecer. Enseguida se arrepintió de ese arranque de audacia, pero ya estaba hecho.

Se miró en el espejo, y un sinfín de años se le cruzó en el reflejo todavía empañado. Todos los años iguales, sólo él estaba más viejo.

—Me estoy encorvando —dijo, y trató de enderezar su columna—. Debe ser de cargar ese puto maletín.

Hacía décadas que era visitador médico, y su cuerpo se lo estaba recordando. Pero ya no estaba en edad de buscar otro trabajo.

Pasó por la habitación donde Felisa dormía como un tronco ocupando todo el centro de la cama. Se paró frente a ella y la miró: un bicho raro.

—¿Qué pasa Ismael? —dijo Felisa sobresaltada como si hubiera sentido su presencia.

—Nada —dijo, él y siguió mirándola en silencio.

—Te dejé preparada la camisa celeste con la corbata azul —dijo ella sin abrir los ojos—. Tratá de no mancharla con el perfume, querés.

 —Seguí durmiendo —dijo él seco, tratando de disimular su desprecio.

—Te acordás qué día es hoy, ¿no? Mirá que…

—… sí, seguí durmiendo. —No tenía ni idea, pero ya se fijaría en la agenda, como siempre.

¿Cuándo había dejado de amarla? Ya ni se acordaba. A lo mejor, pensó, fue cuando nos enteramos de que, por culpa mía, no podríamos tener hijos y se puso igual a mi mamá: autoritaria, necia, metida, siempre con la misma cantinela “Sos un inútil”, “Medio-hombre”, “Ganás poco”, “Si no fuera por mí, qué sería de vos” y bla, bla, bla. ¡Hasta la ropa me elige! Me tiene repodrido.

Bajó a la cocina, se preparó un café y, como un autómata, mientras revolvía el azúcar, revisó las actividades de la agenda. Hacía tiempo que dependía de esa carpetita. Todos los días, Felisa se encargaba de escribir ahí cada una de sus “tareas”: citas con el médico, fechas de estudios, vencimientos de pagos, compromisos sociales, arreglos de la casa… Toda su estúpida vida estaba reflejada en esa agenda que ella misma se encargaba de llevar y controlar. Pero, curiosamente, ese día estaba en blanco.

—Martes trece —dijo sonriente. La bruja era supersticiosa, y no le anotado nada.

Una extraña emoción le aceleró el pulso y le dio a la vez un dolor de estómago. ¿Sería ese el día que estaba esperando? ¿Había llegado el momento de cumplir su sueño de deshacerse de la bruja para siempre?

Con la taza humeando en la mano y la vista perdida en un rincón, repasó mentalmente el plan que había ido perfeccionado durante meses: iría a la oficina por la calle principal y después saldría a hacer las visitas evitando las calles con cámaras de seguridad. Y, entre una hora y la otra, resolvería el problema de su vida.

Sí, pensó: es hoy o nunca.

Terminó el café. Igual que siempre, lavó la taza y la guardó. Cargó en el baúl del auto una valija con ropa —esa que había preparado y guardado en el garaje como si estuviera vacía— y salió como lo tenía planeado.

Horas más tarde, sabía que su mujer estaría ocupada en los quehaceres de la casa, y salió de la oficina con la excusa de hacer una visita. En una calle poco transitada, se desvió por un camino de tierra hasta una arboleda. Se escondió entre unos matorrales y se puso la ropa de Felisa que llevaba en la valija.

A mí me queda mejor que a ella, pensó. Tendría que haber nacido mujer.

Le gustaba sentir la seda sobre la piel, lo excitaba. Era algo que había descubierto una de las tardes en que Felisa tenía partido de canasta con sus amigas y lo había dejado solo en la casa. Esa vez, no sólo había descubierto la sensualidad de la seda, sino también la de las cremas y el perfume que Felisa se compraba con la plata que él ganaba. Desde entonces, cada vez que ella salía, él aprovechaba para sentirse libre lejos de la mirada inquisidora de Felisa.

A partir de ahora, todo eso quedaría para él. Sacó un maletín chiquito donde guardaba lo más importante: el maquillaje, la peluca y unos lentes de sol que su mujer ya había descartado.

Transformado en Felisa, nadie notaría quién entraba o salía de su casa. Matarla y esconder el cuerpo en la valija sería cosa de minutos. Luego, saldría vestido de mujer por la puerta principal, iría con el auto a deshacerse del cadáver, recuperaría su ropa y volvería de su trabajo a la hora de siempre. Todos creerían que la ingrata lo había abandonado: un crimen perfecto.

Llegó a su casa, dejó el auto en una calle lateral —debía agarrarla de sorpresa— y entró por la puerta del patio. Emocionado, eufórico, a punto de cumplir su sueño, le parecía estar protagonizando una película policial.

Aunque se oía la radio, alcanzó a escuchar movimientos que iban de la cocina al comedor, muy cerca de donde él estaba escondido. Se sacó los zapatos para que no lo delataran, y con el cinturón del vestido armó un lazo corredizo. Se asomó a la habitación de donde venían los ruidos: ahí estaba ella, de espaldas a él, totalmente compenetrada en sus tareas domésticas. Sólo un instante le llevó a Ismael enlazarle el cuello y comenzar a ajustar.

No fue tan fácil como había imaginado: la mujer se defendió, tiró manotones, patadas, le arrancó la peluca y le arañó la cara cuantas veces pudo. Resistió hasta que su cuerpo cayó flácido a los pies de él.

—¡Hija de puta! —dijo con la voz entrecortada por el esfuerzo—. Qué trabajo me diste.

Se sentó un rato para recuperar el aliento, pero sin soltar a su presa. Cerró los ojos y sintió que entraba en un éxtasis.

—¡Por Dios! —gritó alguien desde la puerta—. ¿Qué hiciste, Ismael?

Ismael abrió los ojos, y vio a Felisa que entraba con otra persona trayendo paquetes y botellas.

—¿Qué hiciste? —gritaba Felisa— ¿Qué hiciste, estúpido?, ¡qué hiciste!

Ismael miró a su alrededor sin poder creer lo que veía: en el suelo yacía el cuerpo de su propia madre y en la mesa una torta que decía: Feliz aniversario, mi amor.

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